miércoles, 14 de marzo de 2012

EL MIEDO EN EL ESPEJO DEL SIGLO VEINTE

El presente texto lo leí en el Auditorio Sabio Caldas de la Universidad Distrital de Bogotá, el pasado 8 de marzo, en el marco del seminario "El miedo", organizado por TJER.

“En el eco de mis muertes
aún hay miedo”
Alejandra Pizarnik

El miedo, esa antigua y poderosa emoción con tanta incidencia en el devenir humano, ha demarcado distintos procesos culturales que nos permiten hablar de variaciones tanto en el objeto del miedo como en la manera de percibirlo los sujetos. De esta manera, son también diversos los análisis que pueden realizarse para entender el funcionamiento de dicha emoción. La neurología nos permite hoy conocer los procesos fisiológicos que se desencadenan como respuesta a los estímulos asociados con el peligro, luego de conocer la microorganización de los sistemas nerviosos y la naturaleza de la función neuronal. Asimismo, la psicología en su constante búsqueda para identificar patrones primigenios que determinan las conductas posteriores, le ha dedicado largos capítulos al papel que juega el miedo en la estructuración de las subjetividades, sobre las que permanentemente se ejerce el control social. El miedo también ha sido un soporte básico para que muchas ideologías religiosas ofrezcan planes liberadores del horror que, con anterioridad, ellas mismas han ayudado a producir entre sus fieles. Y podríamos seguir enumerando disciplinas (como la biología, la antropología, la estética) que se han ocupado de indagar y sistematizar discursos referentes al miedo, sin embargo, trataremos de concentrarnos en algunos acontecimientos asociados con la producción del miedo durante el siglo XX, los cuales están básicamente vinculados con estrategias políticas, con el poderío casi inabordable de los mass media y con algunas iconografías del terror.

I.                   Del control íntimo a control social (Libertad Vs. Seguridad)

El siglo XX nos legó al miedo como una de las herramientas más efectivas para ejercer el control y la dominación por parte de las grandes corporaciones, cada vez más fortalecidas con el avance del capitalismo y su intensiva generación de insalvables brechas socio-económicas. El anterior miedo teológico que incidía en el interior de los sujetos con el anuncio de horrendas o placenteras experiencias posteriores a la muerte, según hubieran sido sus acciones previas, adquirió durante el pasado siglo una notable dimensión política, la cual se fue acentuando paulatinamente con los gobiernos contemporáneos, al punto de ubicarse en el centro de los intereses del “arte de gobernar”. Así las cosas, con el miedo como poderosa arma que concentraba los discursos políticos, resultó oportuna la instauración de las “políticas de seguridad” con su consabida estrategia engañosa. El miedo como tal, no era la novedad en estos discursos, lo que sí resultó novedoso fue la forma que adoptaron y el carácter protagónico alcanzado dentro de la sociedad. 
Las poderosas ideologías revolucionarias de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que habían hecho de la libertad, la equidad y la confianza, los fundamentos de su lucha, se empezaron a ver debilitadas cuando las políticas de seguridad lograron interiorizarse y triunfaron sobre las aspiraciones al libre ejercicio de las voluntades. En adelante, se abriría la ventana de la mala sospecha y asistiríamos al teatro de la seguridad, el cual brindaba espectáculos que resultaban efectivos a corto y mediano plazo. La estrategia fue sencilla: aprovechar los miedos “espontáneos” que poblaban los imaginarios culturales y producir miedos “reflejos” que permitieran dirigir las conciencias colectivas para poder instalar un permanente “estado de sitio” en el cual todos resultaban sospechosos. De esta manera, se empezó a legislar en pro de la constitución de un “ambiente seguro” que pudiera disipar los miedos cotidianos. Los temores entrecruzados se convirtieron en un artefacto efectivo que lograba controlar al individuo y las colectividades, degradando de paso, la antigua noción de política (la búsqueda del bien común para las mayorías) y favoreciendo el mercado y la (supuesta) seguridad.
Este mecanismo, aunque por una vía distinta a la desarrollada con fines teológicos, también pudo interiorizarse y ejercer su dominio desde adentro para evitar la actuación de los individuos como devenires revolucionarios. La práctica utilizada por los gobernantes, que podría verse como aparentemente paradójica, ha dado magníficos resultados, pues se ha logrado el control social potencializando la angustia (los temores íntimos). La lucha contra el miedo se ha realizado infundiendo más miedo (con la elaboración de armas sofisticadas; con la construcción de muros, linderos y zonas restringidas; con la propagación de cámaras de vigilancia, entre otras tantas estrategias), aunque según reza la doctrina Huntington, “hay que negarse a vivir con miedo”. No obstante, cada vez ha sido mayor la desproporción de los países poderosos en las maquilladas “guerras contra el terrorismo”, logrando infundir los mayores miedos entre las comunidades que sin saber por qué han terminado arrasadas.

Por otra parte, algunos teóricos como Ulrich Beck o Alain Badiou, siguiendo distintas líneas de análisis, han ubicado el acontecimiento del miedo político y su intensificación en los discursos contra el terrorismo, como algo asociado con la fractura causada a la seguridad que en cierta forma brindaba el estado de bienestar de la modernidad. La pérdida de incidencia del estado benefactor facilitó la aparición de “inseguridades”, que sagazmente fueron utilizadas para darle nuevos virajes a los discursos políticos. Beck habla de una primera modernidad (la del estado-nación benefactor) y de una segunda modernidad, en la cual se da una desestructuración a gran escala, la cual conlleva “riesgos” globales. Pese al desarrollo tecnológico acaecido de forma vertiginosa en los últimos años, el cual parece facilitar las labores y tener todo bajo control, se ha seguido aumentando la sensación angustiosa de correr múltiples riesgos provenientes de todos los flancos y siendo, además, de todos los órdenes. Este desarrollo ha sido ampliamente trabajado por Ulrich Beck en sus textos sobre la “sociedad del riesgo”, en los cuales ha logrado deslindar los conceptos de “miedo” y de “riesgo”, considerando que este último tuvo su aparición en el periodo asociado con la modernidad (pos revolución industrial) y tiene que ver con la manera de anticiparse a las “catástrofes” anunciadas. Dicho riesgo que era calculable en el estado benefactor, ahora (en la segunda modernidad) ha desbordado todas las posibilidades de control, generando  una nueva dinámica de confrontación, basada en la incertidumbre. Esta situación supone la necesidad, para algunos, de generar nuevos mecanismos de control, y para otros, de seguir ejerciendo la resistencia.

II.                   Los medios al servicio del miedo

“Señoras y señores, esto es lo más terrorífico que nunca he presenciado... ¡Espera un minuto! Alguien está avanzando desde el fondo del hoyo. Alguien... o algo. Puedo ver escudriñando desde ese hoyo negro dos discos luminosos... ¿Son ojos? Puede que sean una cara. Puede que sea...
Emisión radiofónica, La guerra de los dos mundos.

Un acontecimiento especialmente definido con claridad e intensidad durante el siglo XX, fue la incidencia preponderante de los medios masivos de comunicación en la construcción de figuras del miedo: como difusores y propulsores, e incluso como generadores del mismo miedo. Hoy en día no resulta desconocido el papel determinador de los medios en la configuración de imaginarios socio-culturales, ni la consagración de estos como un poder adicional que actúa no solamente de forma velada sino también expresa, con el fin de favorecer los intereses de los magnates que son sus dueños. Y en ese juego de intereses, una de las prácticas que mejores resultados les ha dado para mantener el control sobre sus audiencias, ha sido la “estrategia del miedo”, orientada a colonizar el interior de los individuos.
Una primera referencia histórica sobre los efectos colectivos del pánico como producto de la acción de los medios, nos la recuerda Joanna Bourke. Se trata de la serie de artículos aparecidos entre el 6 y el 10 de julio de 1885 en la publicación The Pall Mall Gazette del Reino Unido, con el título de “Primer Tributo a la Babilonia Moderna”, cuyo autor fue William Thomas Stead. En esta extensa crónica, el escritor denunciaba una serie de crímenes sexuales que estaban ocurriendo en la victoriana ciudad de Londres, haciendo claridad que su fin no era atacar la moralidad sexual (lo cual consideraba del ámbito privado). Pero ante la omisión encubridora de las autoridades, Stead apela a la publicación de sus investigaciones en un medio de amplia difusión para que la comunidad conozca la realidad de los hechos. Los crímenes que pone en conocimiento Stead se pueden resumir así: la compraventa y violación de niños, la procuración de vírgenes, el sometimiento y la ruina de las mujeres, el comercio internacional de niñas esclavas y las atrocidades, brutalidades y crímenes contra natura. Esta publicación además de convocar al debate público y a la enmienda de unos artículos del Código Penal, generó entre los lectores una fuerte sensación de miedo e impotencia.
Bourke también refiere un programa radiofónico británico de la BBC, realizado en 1926, el cual también generó un miedo desproporcionado entre los oyentes, aunque hoy casi no se recuerda. Pero, indudablemente, la mayor referencia de inoculación de miedo por la vía mediática en la primera mitad del siglo pasado, es la parodia radiofónica, “La guerra de los dos mundos”, realizada por Orson Welles en 1938 desde los estudios de la Columbia Broadcasting System (CBS). El programa, aunque advirtió de su carácter ficticio en la introducción y durante algunos momentos de la transmisión, tuvo tal efecto de pánico colectivo, que las comunicaciones colapsaron ante las llamadas de los aterrados oyentes que buscaban indicaciones para protegerse del ataque de los marcianos.
Después del alcance logrado por la emisión radiofónica de Welles, era evidente que en adelante los medios jugarían un papel decisivo en la transmisión del miedo, pues cada vez se hizo más evidente que aquellos no estaban sólo para informar, sino que además actuaban ocultando o sobredimensionando muchos hechos. En las condiciones actuales, que permiten acceder a muchos medios desde cualquier punto del orbe y ubicar lo local en las dimensiones globales, también se brinda la oportunidad para que los miedos locales logren universalizarse con vehemencia y prontitud. En suma, son los medios los que en gran parte han ayudado a posicionar el terror como una narrativa poderosa y de trascendencia global.
Esta dinámica se ha intensificado notoriamente después de la caída de las Torres Gemelas de Nueva York, cuando bajo el pretexto de defender instituciones tan arraigadas como “libertad, democracia y civilización”, las grandes potencias capitalistas iniciaron un proceso de “acciones preventivas” contra ciertas territorialidades que eran identificadas como “ejes del mal”. Con estos presupuestos, tal como pudimos ir corroborando, se legitimaron prácticas de guerra y se crearon discursos para perseguir a potenciales insurrectos (individuos o colectividades) que no se acomodaban a ese “estado de las cosas”. Sin duda, la creación conceptual más vaga aunque al mismo tiempo más peligrosa, fue la de “terrorismo”, bajo la cual señalaron a todos aquellos considerados como enemigos. Una vez más, fueron los medios al servicio de aquellos poderes, los que se encargaron de sobredimensionar el terrorismo como la más grande amenaza que se cernía sobre las sociedades contemporáneas. Pero no es que el miedo al terrorismo haya sido una creación posterior al 11-S, pues este ya se había generalizado desde la década de los setenta, cuando  entre el 85 y el 90% de la población consideraba al terrorismo como un problema muy serio. La investigadora Bourke en su libro, El miedo: una historia cultural, recuerda que entre 1980 y 1985 sólo 17 personas perdieron la vida a causa de actos terroristas en Estados Unidos, sin embargo, el New York Times publicó un promedio de 4 artículos sobre terrorismo por edición. Asimismo, entre 1989 y 1992 murieron 34 estadounidenses por la misma causa en el mundo, y en el mismo lapso, 3000 libros fueron catalogados en bibliotecas de ese país, bajo el rótulo de “terrorismo”.
Con dichas tensiones previas, el 11-S sirvió a los estadounidenses para identificar a los enemigos como “externos” (en adelante serían los “fundamentalistas islámicos extranjeros”) pues era necesario encontrar “chivos expiatorios”, sobre los cuales generar inquietudes como sujetos generadores de miedo, para solapadamente avanzar con sus políticas imperialistas y apropiarse de ciertos recursos estratégicos. El punto que marcó la diferencia entre la caída de las Torres Gemelas y otros eventos (incluso más catastróficos) fue el despliegue que tuvo en tiempo real a través de los medios televisivos. En cierta forma, este mecanismo de divulgación fortaleció la iconografía de la catástrofe, que ya había sido alimentada en la gran industria del entretenimiento (Hollywood) como adelantándose a los fatídicos hechos reales. Tanto los espectáculos artísticos como los noticiarios en sus franjas preponderantes y especializadas en el horror, han venido trabajando aunadamente para intensificar la “estética del terror”.


III.                   Iconografías del terror

“En un mundo gobernado por los muertos, por fin nos vemos obligados a empezar a vivir”
Robert Kirkman, en el cómic The Walking Dead

En las lúcidas conferencias pronunciadas por Alain Badiou en el Colegio Internacional de Filosofía entre 1998 y 2001, afirmaba que el siglo XX corroboró sin contemplaciones que la vida (el principal problema ontológico del mismo siglo) respondía a su destino de manera positiva por medio del terror. Esta aseveración proponía una riesgosa paradoja: la vida como problema fundamental pero en un juego permanente de reversión con la muerte; como si la muerte necesariamente condujera al fortalecimiento de la voluntad de vivir. Dicho siglo estuvo gozosamente obsesionado con su propio itinerario de horror, el cual no iba más allá de lo que la realidad misma proporcionaba. Hubo una aceptación expresa del horror de lo real como una necesidad ineludible para alcanzar la promesa de los “porvenires que cantan”. Este planteamiento coincide con el de Lacan, para quien “la experiencia de lo real es la experiencia del horror”. Y si algo caracterizó el siglo XX fue la “pasión de lo real”, del aquí y del ahora, del cambio inmediato. La esperanza de darle vida a un “hombre nuevo” debía cumplirse perentoriamente, sin detenerse a pensar el costo que supondría esta búsqueda. La necesidad de lo real, aunque no se vislumbrara con claridad, fue el antagonismo del siglo, ya que la pasión verdadera fue la guerra, asumida como si fuera un “lucha final”
Es en este marco que aparece un referente iconográfico (el zombi), el cual se identifica plenamente con el devenir del siglo. Aprovechando el temor atávico hacia lo desconocido, lo irrepresentable, lo que está por fuera de la realidad y que además rebasa el lenguaje, surge el zombi para encarnar esa fuerza escondida y fundar su propia territorialidad al margen.
Sin duda, las mayores luces para pensar el itinerario zombi, nos las ha dado Jorge Fernández Gonzalo en su ensayo, Filosofía zombi. Según este autor, el pensar zombi está inscrito en una sociedad capitalista y mediatizada, y se ubica precisamente en lo impensable, en el “Cuerpo sin Órganos”, sin identidad, sin fisonomía, pero que al mismo tiempo es poseedor de una territorialidad: el terror. Con el surgimiento del zombi se evidencia una fractura de los “pactos sociales”, del cuerpo social que nos ha delineado y nos ha proporcionado máscaras que confrontan las máscaras de otros personajes, y que nos brindan las respuestas ante nuestros propios miedos. El zombi nos recuerda aquello que nos desborda de nosotros mismos; que es más que lo que creemos ser. Esos cuerpos sin vida que deambulan ante nosotros son nuestra proyección. El poder discursivo y deconstructivo del zombi se levanta contra la antropología que idealiza lo humano. De ahí que el miedo en el espejo del zombi, sea hacia nosotros mismos (hacia ese otro que nos habita). Y en el siglo de la pasión de lo real, dicho miedo, antes que espiritual o psicológico, es material, físico, hacia el otro que puede conocernos y traernos la muerte, pero también un miedo al grupo, a la masa desbordada, a mezclarse con los otros. De esta manera, el zombi “alienado”, “extranjero”, se convierte en el mito de las sociedades de consumo.
Una primera acción del zombi está alineada con el fluir capitalista y su sucedáneo el consumo, el cual lleva al triunfo de lo efímero, de lo que puede ser fácilmente reemplazable, de lo que está hecho para no durar, y la metáfora perversa que nos ha vendido la publicidad como lo más efímero por excelencia, es la juventud; por tal motivo, se incita a consumirlo todo de la forma más rápida: ¡Enrúmbate y después derrúmbate! Como decía Andrés Caicedo. La apuesta del capital es conducir a la juventud a ser zombis por medio de sus nuevos patrones publicitarios (anorexia, bulimia, cuerpos hiperdelgados) los cuales se han tomado los espacios tanto comunes como privados.
Poco a poco el zombi ha ido trazando una estrategia efectiva para imponer su estética, la cual busca sacar lo obsceno, afianzarse en el exceso, dejar al descubierto la intimidad que antes nos daba un aura de seguridad, sumergirse en el vacío que se alimenta de más vacío. De esta manera se va presentando una desacralización del cuerpo, luego de haber hiperexaltado las mismas estructuras corporales en todas sus profundidades y perspectivas. El cuerpo ya no está definido por la anatomía (la cual varía según los desmembramientos o vaciamientos que va padeciendo) sino por su accionar de máquina, que fluye, se acopla y funciona (según la concepción de Deleuze-Guattari) y que se propaga por contagio. La perversión de la estética gore (la que respalda el acontecer zombi) radica en que tiene como propósito llevarnos hacia su reverso. Tras mostrarnos el exceso de lo desconocido, su punto más alto de desnudez, logra que terminemos familiarizándonos con la presencia zombi. Es allí donde nos encontramos con un miedo mayor: “el de ya no temer nada”.
En la dinámica actual de la globalización, del capitalismo que busca absorberlo todo, se ha perdido la noción del afuera; los zombis se han humanizado (por lo tanto, banalizado en su aparente complejización). Ha resultado tan estratégica la generación del deseo consumista, que los propios zombis se ha vuelto autómatas, sin identidad, quienes ahora “viven la muerte”, se preocupan por la muerte y hasta tienen miedo a la muerte. De ahí que los zombis hoy nos propongan la pregunta ¿Quiénes son los muertos, aquellos o nosotros? Con la cual ponen al descubierto el simulacro que hemos hecho de la vida.
Finalmente, es innegable que el capitalismo ha logrado su cometido: constituirnos en zombis, en autómatas. En adelante, el zombi ya no asusta por el barroquismo sino porque su presencia está cada vez más entre nosotros aunque día tras día se nos haga más difícil deslindar lo nuestro de lo externo. Lo único que nos une y nos da cierto carácter es el vacío. El flujo zombi nos devora con la dinámica de su indefinición. La visceralidad enternece al vacío a la vez que lo profundiza.
Pero el zombi también tiene su otra faceta, su línea de fuga, su devenir minoritario, y es el que nos interesa resaltar al final de esta intervención, dado su carácter generador de rupturas frente al mismo organismo que lo ha creado. En efecto, la plaga zombi busca “la caída del sistema (…) la desmembración del cuerpo de lo social”, transmitiéndose por contagio y aprovechando el mecanismo mediático del mismo sistema. Puesto que el zombi responde a la lógica del instinto (solo necesita comer, alimentarse para sobrevivir) no tiene la necesidad social de “situarse” armónicamente dentro de los planes preponderantes de “construcción de cultura”. Esto le da un carácter resbaladizo, nómada, que no le permite aconductarse (más allá de poder resolver su necesidad básica de comer). Al no dejarse masificar, se convierte en un Cuerpo sin Órganos con toda su ambigüedad revolucionaria, que replantea el “deseo y el miedo al deseo”, pues la nueva economía deseante que nos propusieron Deleuze y Guattari, despierta el temor de que  el desear rebase la organización social y ponga en peligro el poder. De esta manera, el capital ve en el transgresor zombi un antisistema, una manada que se abalanza peligrosamente sobre sus seguridades. Y el mayor peligro que alcanzan a avistar y que les desmorona más dichas seguridades, es que la horda zombi se alza contra el poder, sin poder alguno y sin luchar por el poder, pues no le interesan las jerarquías ni los principios de autoridad.
 
Por último, quiero resaltar que el actuar zombi logra corroborarnos que no existe el tan promocionado “choque de civilizaciones”, sino que lo que hay es “una civilización en estado de muerte clínica sobre la que se despliega un equipo de supervivencia artificial y que extiende una pestilencia característica por la atmósfera planetaria”. El primer zombi, creado como pieza funcional del capitalismo, se aproxima a su muerte, mientras que el zombi insurrecto, está dispuesto a acometer inmediatamente para que esa sociedad moribunda, con un cadáver en la espalda que se resiste a morir, encuentre su destino final de una buena vez. No más prolongación engañosa de ese cuerpo vacío. Que la muerte arrope ese proyecto perverso para poder plegarnos a la esperanza de una nueva vida.  


 Bibliografía

BADIOU, Alain, El siglo, Manantial, 2005
BECK, Ulrich, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Paidós, 2006
BOURKE, Joanna, Fear: A Cultural History, Virago Press Ltd, 2006
COMITÉ INVISIBLE, La Insurrección que llega, Insurrección Nómada Ediciones, Bogotá, 2011
FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge, Filosofía zombi, Anagrama, 2011
Sitios web consultados:
http://recuerdosdelpresente.blogspot.com/2008/09/el-riesgo-permanente-ulrich-beck.html

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