lunes, 25 de enero de 2016

"Amábamos tanto la revolución", de Víctor Bustamante


Leer a Víctor Bustamante es como sentarse frente a esa otra cara del espejo que tanto esquivamos, la que no queremos atender por la segura desnudez que nos depara. Ya había transitado de su mano por los derruidos pero nunca olvidados teatros de Medellín, luego de la magnífica recuperación que el autor hace en “Medellín: cine & cenizas”, y ahora me devuelve a esos amados años cuando la revolución era un imperativo  e ingenuamente se creía que estaba a la vuelta de la esquina. Supe esperar el tiempo propicio para el encuentro con “Amábamos tanto la revolución” y ahora vuelvo de ese pasaje con la mirada en alto pero esquiva, pues nada me parece seguro, mucho menos la escritura. Sin embargo, como en el cuento de Mrozek, de nuevo recuerdo que “cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución”. 
Y no hay que ir prevenido, pues quien vaya en busca de discursos desgastados o queriendo hacer un mea culpa por lo que pudo haber sido y no fue o quizás, con aires de triunfalismo ante ciertas derrotas, no va a encontrar ese lugar común lleno de añoranzas. La revolución que logra Víctor Bustamante es precisamente el despojarse de esos lugares comunes que se han proclamado como tópicos de las literaturas convencionales. Tomando como escenario esa ciudad lacerada que recorre una y otra vez, esa “calle de un solo sentido”, el autor nos va entregando sus más secretas pasiones: el voyerismo congénito, la insubordinación ante tanto academicismo, la reafirmación del cuerpo propio como un territorio de lucha, el descreimiento frente a los discursos mercantilistas y la apuesta por una “literatura menor”, la de la medianoche, la de la sombra, la del golpe vital que permite reírse del fracaso.

Desde el comienzo hay una declaración de principios del autor, quien sin ningún tapujo confiesa cómo traspasa los cuerpos que ansiosos se lanzan a la calle y al mismo tiempo se ve pasar a sí mismo alentado por el cinismo:

“Y tenía que ser una tarde. Distraído, vagaba por Junín, perdido entre el gentío, cazador visual, escudriñaba en el trasero de una muchacha el nacimiento de un panti que en su encogimiento escribía una “V”, especie de prenda interior no clasificada en mi archivo de traseros ilustres. Me alarmé, otra vez me encontraba desactualizado en la moda de ropa interior. Las muchachas comenzaban a utilizar tangas, esa prenda subversiva que abrió mis ojos al culo femenino. Me aproximé unos pasos, del pantalón blanco se transparentaban las bragas. El lado izquierdo amenazaba con ser tragado, hacía mala caligrafía como que su dueña no repasaba la escritura de halar bien para que tallara parejo en ambas nalgas y formar una perfecta “V”.
¿Pero qué pasa? ¿Por qué me interesa más la política, el cine, la literatura, que la vida? Además era más benéfico cazar visualmente traseros en la calle que patos salvajes en una noche fría, no es que me diera un ataque de ecología, nada de eso…”

Más adelante interroga cómo surge su propia apuesta por la literatura, tras dejar de lado la formación en economía y haber aprendido el catecismo de cómo nos determinan las relaciones de producción. Es en la escritura donde encuentra más próxima la revolución – la forma misma en que está escrito el libro, se aparta de la tradición narrativa, dándole soltura y autonomía a los capítulos –, donde las máquinas productivas se acoplan a otros movimientos, a otros deseos y donde no se le teme a la quietud, al ocio de quien no pasa las horas cumpliendo el mandato de los horarios laborales.

“Cobarde, aplazaba mi vida que es la escritura por asomarme a los terrenos fangosos de  una carrera liberal, ahora olvidada, apenas un pretexto. La sed de la escritura ganaba terreno, parte vital: contarme los cuentos que nunca escuché ni los relatos absurdos que nunca leí. La escritura otra droga más alucinante que cualquiera de las blandas o las llamadas duras, cuando se toca fondo, el alma se sacude y se agrieta (…) Así aparecía el océano, el desierto sin perforar por mi huella de la página en blanco: una ventana sin horizonte definido, apenas el estrecho margen de cuatro líneas en esa simple sucesión de puertas donde imprimía esa corriente de la memoria que fluye. Recordaba los vanos intentos de dejar deslizar el pensamiento, convertida la página en el marco para las palabras que pudiera apresar; porque el pensamiento va más ligero, mientras las palabras se hacen cada vez más escasas, apenas sostenidas por la memoria que las obligaba a expresarse…”

Habíamos dicho que Medellín era el espacio de la narración, la ciudad que Víctor recorre una y otra vez, pero para él no reviste el consabido espacio ideal, la ciudad soñada y exaltada por el regionalismo antioqueño. Como viajero nocturno sabe del horror que serpentea en las aceras y no se niega a auscultarlo y escribirlo:

“Los pasos maquinales llegaron a ese castillo derruido, que no es ningún castillo. Donde alguna vez existió una prisión: la Ladera: sus muros cariados, desconchados, las garitas: nidos de murciélagos. Y fue que obtuve las luces de ese campo sembrado de luciérnagas de neón, fresas luminosas, curazaos, claveles, orquídeas y rosas podridas arrojadas sobre el valle que eran los faros, el jardín secreto de Medellín revisitado desde otro ángulo al vaho de las tres de la madrugada. La atmósfera, espesada en medio de la estolidez, más bien bajado.
Y qué digo: “Puta mía, que te ofreces generosas, que muerdes mi hombro, que cercenas mis alas rotas, puta que me dejas después que amor nos hace, Villa de villanos, Puta como la que más, que todo lo engulle. Ahí permaneces con tus afeites, tus sediciones y seducciones, coto de caza, vieja alcahueta, muda, ciega celestina. Puta de todos los vicios que engulles a tus hombres, a tus pioneros procaces, a tus fundadores dormidos, a tus chulos de mierda. Valle amurallado por montañas arrugadas como una vieja cobija donde se comparten los amores. Desde aquí te creo escuchar Sardella en calzoncillos.
Oh, valle de los nutabes en la Otrabanda. Indios perezosos alzando su nalga en plena reunión para defecar. Villa de Aná, Villa de la Candelaria con sus exlibris, Ciudad de la eterna primavera, Capital mundial del crimen. La bella villa, la villa beya, la viya veya, la biya bella, la bella hebilla, la hebilla de Villa que ahorca el cogote. Medellín, Medeying, Medejeans. Sodoma y Gomorra de gorra. Laberinto de pasos, ahora que ardes mirada desde el aviso de Coltejer, adornada con fuegos fatuos, con ese rostro que enseñas, pintarrajeado. ¿Dónde quedaste ciudad rezandera y maloliente? Con castillo, sin impurezas, ni almenas, ni minaretes, ni troneras, ni batallas, ni adarves, ni murallas, ni fosos, ni caballeros pendencieros, sin mesoneras, sin el agrimensor que espera que bajen el puente levadizo, pero con un castillo construido por Tobón Uribe para emular lo europeo de revistas viejas, sin las filigranas de los campos de Escocia, después aprovechado como todo juguete local”.

Las revoluciones que nos entrega la obra son aquellas que luego verían la luz con más fuerza: las de las feministas (aunque sin idealizar su lucha, por el contrario, despojándola de ese tono pendenciero que ve en todo hombre a un enemigo), la de las liberadas sexuales que combaten con su cuerpo (sin dejar de enrostrarles la actitud fácil en la que se sustentan), la de los homosexuales arriesgados, la de los drogadictos que sobrepasan todos los niveles de tolerancia. No son los discípulos de Mao ni los fervientes de la Juco, los que por aquí discurren, son los “raros” e intrascendentes que “pierden” horas y horas en los cineclubes, bibliotecas, conciertos de rock o simplemente, durmiendo a pierna suelta luego del interminable guayabo.

 “Medellín, ciudad poblada de fantasmas como tú, como yo, como nosotros. Yo, tu, ellos, sumidos en lo que algunos llaman patria. ¿Era importante la realidad social o era apenas algo escuchado en las emisoras? ¿O un chiste flojo? A quien podría importarle la situación de un escritor cobarde, sin compromisos, escondido en su cabina de babas o en el obituario de las calles. ¿Qué hace un escritor en su impotencia?: lamentos buscando la perfección –esa cortesana-. Medellín, un cementerio o un dulce sementerio. Reflexionando cínicamente cosas de esas, escondido en la impotencia de mi cubil, mi nido amoroso cagado de excrementos, escondido en el delicioso chantaje de querer ser lo que llamo un artista…”


Finalmente, luego de ver cómo Víctor Bustamante se acicala ante el espejo de su ciudad mientras piensa en el ser del artista, no me queda otra opción que sentarme a su lado para asistir a la proyección y soñar por un momento antes de que nos apaguen la función.  


La segunda edición de "Amábamos tanto la revolución" fue publicada en la colección Letras Vivas de Medellín, por la Alcaldía de Medellín y el Fondo Editorial Ateneo en el año 2014.

Imágenes tomadas de la circulación libre en la red