sábado, 16 de diciembre de 2017

LA CONSTRUCCIÓN DE LA ETEREIDAD EN LA POÉTICA DE OMAR ARDILA

Les comparto el texto que muy generosamente escribió sobre mi poesía el amigo y poeta Antonio Zambrano, quien utiliza el seudónimo Amílkar Navío

Antonio Zambrano Delgadillo


Por supuesto, la obscuridad es garantía de que las estructuras etéreas sean capaces de sostener todo el peso de una verdad, que anida en los rayos X de la huella evaporada de los caminos. Por eso es la noche inconmesurable el subterfugio más adecuado para penetrar por los laberintos de los campos ignotos. Y por eso mismo Ardila, a sabiendas de dicha premisa, y de que también la presentación de los libros proclama metáforas, él habría pedido a sus editores que encerrasen los predicados de su libro Espejos de Niebla dentro de un color negro impenetrable. ¿Mas cómo resolver ante semejante severidad el color del delirio de la luz para sellar el carácter hemisférico de la etereidad?  La respuesta la anticipa Borges con otra pregunta, citada por Ardila:

“¿Es un imperio
esa luz que se apaga
o una luciérnaga?

En dos de sus biográficos poemas—Levantamiento del náufrago y Convicciones del náufrago[1]—Ardila porfía en la reconstrucción del mundo que optó por vivir. El mundo laberíntico y lítico, atormentado por lontananzas cenagosas y obligatorias distancias lacustres, jamás prosperó bajo sus pies andariegos por los devenires. El poeta entendió que para que los elementos genitores de naufragio se ahogaran, era apremiante derruir tal perspectiva mediante la construcción de indefinibles estructuras etéreas. Así, arrasó los velos del véspero, para conquistar la pureza del descanso de los nodos de angustia de los sentidos: Esta amarga copa se ha vaciado durante el crepúsculo sin viento. Y termina el poema suprimiendo el ineludible conversatorio foliar de los árboles, para que este no interrogue a la conmoción de los fantasmas del infinito.
El despliegue de la férrea arquitectura del mundo etéreo de Ardila, reviste en Convicciones del náufrago—“En una llamarada de vacío, se hicieron ceniza las palabras que me hablaban con insistencia del silencio”—la reafirmación de la presencia de un vacío que arde como el Sol, fundiéndose dentro de alguna perennidad sostenible. Es advertible, pues, que las categorías etéreas que Ardila recrea, quedan delimitadas por tupidas cercas de alambre de púas clavado en floridas filas de albos saúcos que no sucumben ante la evidencia de la eternidad, sino que, todo lo contrario, se disuelven en esta. En su recorrido poemático el poeta se va lanza en ristre contra la sinonimia, predicando las severas diferencias que pudieran existir ente un vacío pétreo y telúrico frente a un destino vacuo de materia. Ardila no deconstruye la nada: todo lo contrario: la adereza y afirma elevándola a axiologías de dominio perpetuo.
¿Y cómo logra el vate semejante metamorfosis? Dejando entrever  que la muerte no abuse del no-tiempo sino que ejercite el levantamiento de la segur cada vez que se encuentre con la germinación de nefastos entendidos.
Es así como en obediencia semántica a su poema Proclama, el poeta establece definitivamente la severidad necesaria para definir linderos entre la experiencia vital que la materia le provee, y el cotejo de bodegas etéreas a donde envía y guarda los calificandos existenciales, de su tránsito por territorios demarcados con la alba cerca que delimita a cada uno de los territorios etéreos. Y como territorios adjetivados con el merecimiento de herrarlos y cementarlos en la redefinición y reconstrucción de la etereidad que encontró aún en obra de mampostería. Es así como la trilogía de mundos habitada estocásticamente por el poeta, se refuerza y vigoriza dentro de contundente heurística: a) “hacer cenizas las palabras que le hablaban con insistencia del silencio”, para reafirmarse en el mundo que llega a su mirada; b) elongar la perspectiva del viento “para abrirle nuevos caminos a la materia del mundo donde él pasa la noche”; y c), verificar los sardineles, cercas y murallas que retienen las cámaras de etereidad para que la nada y el vacío empollen, en vez de escapar.
  
Amílkar Navío
   Bogotá, 11 de diciembre de 2017.   

Antonio Zambrano es Oficial de Marina Mercante, jubilado, con estudios en la Escuela Naval de Colombia y la Marina de los Estados Unidos. Director de "Ecología Tropical", revista científica de la Sociedad Colombiana de Ecología. Fundó la corporación Ariadna para la extensión de la preservación, el uso y la apertura de nuevos caminos económicos para la florifauna nativa colombiana. Autorizó el proyecto de Sorgo para la producción colombiana de Bio-etanol a gran escala.





[1] ARDILA MURCIA, OMAR. Levantamiento del Náufrago. Convicciones del náufrago.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Azariel El hombre que domina el mar


La primera evocación que me trajo la lectura de Azariel el hombre que domina el mar, fue el corto poema de Jesús Lizano que dice: “El capitán / no es el capitán. / El capitán / es el Mar”; y es que a lo largo de cada capítulo, su autor (Joaquín Zapata Pinteño) nos va descubriendo un universo interior en el que el mar es esa matriz insondable que le ha generado tantas preguntas y que, sin embargo, ha sabido mantener su potencia al no desembocar en la comodidad de una respuesta.
Para Joaquín, el mar ha sido ese escenario convulso que sabe dar pero también sustraer y que quizás, sólo tenga correlato en el interior de los sujetos, donde la incertidumbre es el único puerto seguro. En su poemario Escalones de agua, ya nos había anunciado que el agua es su elemento regente, su patrón existencial, y que la fluidez define su estética. Ahora vuelve desde la orilla narrativa a ratificar esas historias que serpentean en su memoria desde la infancia, cuando la literatura fantástica invitaba a la acción y el Mediterráneo se ofrecía como esa pantalla cinematográfica donde podía medir su capacidad de aventura.
No en vano, el nombre del personaje protagónico es Azariel, cuyo origen se remonta a la tradición hebrea, en la que se lo concebía como “un ángel que reinaba sobre las aguas”, y que más adelante ha sido asumido como aquel que puede transmitir las buenas noticias del Deseo. Me atrevo a pensar que el pez que oficia cono narrador de la novela, cumple la segunda función, la del otro yo que el Azariel prosaico se niega a develar con destreza. Sin duda, es ese yo esquivo que encarna el pez-narrador, el que se permite la reflexión sobre sí mismo, el que pone en duda la convencionalidad y el que sabe apelar a la voz del corazón.
La audacia de Joaquín en su primera exploración narrativa no solo está dada por el hecho de ubicar como narrador a un pez que sabe leer con transparencia los pensamientos de don Azariel, sino por la vuelta una y otra vez a referentes de diversas mitologías, pero no para mostrarlas como algo caduco; más bien para reafirmarlas en su permanencia, en la vitalidad que las hace atemporales y que puede llevarnos sin escrúpulos del símbolo al concepto.
Con la novela de Zapata Pinteño volvemos a esa literatura que nos habla de viajes, de aventuras y de búsquedas interiores. A bordo de la embarcación El Almirana, don Azariel emprende un recorrido desde el Estrecho de Gibraltar hasta el Archipiélago de Cabo Verde, recorrido que sirve para reafirmarle que “al marino lo que más le gusta no es llegar, sino navegar”, y que en este largo viaje de la vida siempre nos aguardan las sorpresas, como el encuentro con la bella francesa Joëlle.
Tras la lectura de esta novela, queda abierto el interrogante sobre si es el hombre el que se ha soñado pez o si es el pez el que se sabe conocedor del hombre. Al final, el autor, sin temor a la desnudez o al equívoco, nos descubre sus inseguridades frente a la identidad: ¿acaso humano, animal o idea? O quizás ¿aporía, anatema o anarquismo solitario?
Omar Ardila, en Bacatá, 2017  


Joaquín Zapata es ilicitano (Elche - España). Fue profesional del derecho ejerciendo como Procurador de los Tribunales y Técnico de la Administración Pública; Diplomado en Alta Dirección de Empresas y Derecho de la Unión Europea; Postgrado en Medicina Natural. Ha publicado tres poemarios: La invisibilidad de la ceniza (2015), Escalones de agua (2016), Memorias que no son - Antología poética (2017).


lunes, 23 de octubre de 2017

Juanantonio de Nana Rodríguez Romero


Si bien es cierto que los estudios sobre la literatura queer en Colombia han avanzado, al punto de decir que ya es una materia, al menos, visible, sigue habiendo sorpresas y omisiones que nos alegran y también nos invitan a seguir indagando sobre la materia.
En estos días tuve la fortuna de leer Juanantonio, la novela de Nana Rodríguez Romero, que sorprende tanto por su apuesta narrativa como por la fuerza temática. Lo primero que vale la pena destacar es la opción de la autora por construir un texto al margen de los cánones narrativos, con lo que se le da vida a múltiples relatos en voces de diversos personajes, quienes transgreden a menudo el tiempo, como queriendo captar solo corpúsculos de memoria en los que la intensidad poética es preponderante. El segundo acierto, es darle vida al deseo homoerótico masculino desde la perspectiva de una voz femenina, que conoce en profundidad las dificultades que un homosexual de provincia ha tenido que afrontar para posicionarse en los complejos entornos heterosexistas y patriarcales de la conservadora Colombia. Ante tantas miradas farisaicas, el personaje responde con estética, ética y poesía, valores que, aunque llevados al armario, siguen siendo tan potentes como vigentes.
Por ahora, no quiero explayarme más en los comentarios, prefiero dejarles una muestra de la agradable prosa de Nana Rodríguez.

58
(Fragmento)

Lo estuvo pensando varios días antes de tomar la decisión. Era un adolescente entre los dieciséis y los diecisiete años. Lo eligió porque lo respetaba y estaba seguro de que él sería la persona adecuada. Ignoraba muchas cosas respecto al sexo entre iguales, tenía algo de miedo, como todos lo tenemos cuando somos neófitos.
Se reunieron en su casa, una tarde durante la cual como muchas otras en su vida, ofició como maestro, versión moderna de Sócrates y Alcibíades; solo que esta vez sin que mediara la proximidad del deseo, como un profesor con su alumno o un hijo con su padre. Prendió velas e incienso, como en todo ritual de iniciación. El sonrojo en la cara del muchacho aparecía cada vez que escuchaba e imaginaba las descripciones y los consejos, recordaba los asedios que ya había experimentado. Él, hablaba con la madurez de la experiencia y uno que otro tono de picardía y humor para relajar la conversación:
Mira, primero que todo nunca te arrepientas o sientas vergüenza por lo que hagas, ya sabes que eres diferente, lo supiste como yo, cuando te excitabas al pasarle el brazo por el hombro a tus amigos al jugar fútbol. Recuerda que llevamos una letra escarlata, somos pájaros de alas quebradas, serás segregado y hablarán de ti con un sesgo que difícilmente podrás ignorar aunque lo quieras. Pero también recuerda que el deber es volar a pesar de los ciclones.......

80
(Fragmento)

Hoy desempolvó uno de esos textos, un cuento sobre un personaje de la calle, solitario hasta los huesos. Como estoy entre sus archivos, pude escaparme por uno de los vínculos y pude conocer su estilo y la existencia efímera de ese hombre hecho de palabras, como yo, fragmentado como yo, con puntos suspensivos como yo...
Sus personajes son cosidos con finas costuras, quizá invisibles para los lectores; le he seguido los pasos durante todos estos años de mutua convivencia, de mutuos olvidos. A veces he percibido en mi creador un cansancio sutil, en algo parecido al mío, un desencanto en el teclear; sin embargo, sospecho que no es por la escritura en sí misma, sino por aspectos aledaños que opacan el ímpetu de su río interno.

73

No puedo olvidar esos días cuando me sentía tan próximo a ti, me inundabas el cuerpo, te buscaba por la ciudad con una brújula en el pensamiento, te perseguía tras las ventanas de los autobuses, en las calles, en los cines... en las tiendas... Fueron días hermosos, cuando se me expandía el pecho con el aire que me dabas con el solo hecho de existir. Ahora comprendo el amor de Adriano por Antínoo; tengo tu imagen como un sello en la memoria: tu cabello ensortijado, tus ojos tan oscuros, tu cuerpo frágil al que nunca conocieron mis manos; escucho tu voz como un eco que hoy retumba en mi interior; aquellas cosas que en forma tan precoz te perturbaban y que aún hoy rondan por mi cabeza blanca:
Juanantonio -me decías- te miro y te pregunto a ti, especialmente a ti que eres tan grande para mi, ¿es que el gran imán insertado en el centro de la tierra nos pone anclas en el alma y nos confina a vivir con el eterno deseo de infinito? 
¿Es que acaso vivimos entre dos matrices abismales, pues el solo intento de hundirme en el mar produce un caer de bruces sobre esta masa compacta del planeta donde solo podemos levantar los ojos para contemplar otras esferas a distancia prudencial y por eso mismo fascinante? Debe existir otro imán para soltar amarras en esa dimensión y tener todo a nuestro alcance para llenar el pozo del asombro. Un brillo de tiempo se asomó a sus ojos, mientras el bastón oscilaba entre el cuenco de la mano.

Nana Rodríguez es poeta y narradora. Entre sus obras se encuentran: Elementos para una teoría del minicuento (1996), Permanencias (1998), Hojas en mutación (1997), Lucha con el ángel (2000), El sabor del tiempo (2000), La casa ciega y otras ficciones (2002), El bosque de los espejos (2002), Vendimias del desierto (2012). Es profesora de la escuela de Filosofía y Humanidades de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia.




martes, 3 de octubre de 2017

La ensoñación poética de tres autores huilenses


Puesto que las miradas globales siempre resultan problemáticas, ante la perspectiva de indagar por la literatura huilense (concepto ya de por sí difícil de asumir), he preferido aproximarme a una parte de la obra de tres autores nacidos en el Huila, los cuales tienen algunos elementos vinculantes tanto por la forma de expresión (la poesía) como por las cercanías generacionales.

No es exagerado decir que en la voz poética de Esmir Garcés Quiacha (1969), Winston Morales Chavarro (1969) y Jáder Rivera Monje (1964) se encuentra la mayor potencia de la poesía escrita actualmente en el departamento del Huila. El trabajo de estos autores ha sido reconocido y premiado a nivel nacional e internacional, algo que si bien no es definitorio sobre la calidad literaria sí aporta un importante respaldo al trabajo de los creadores y asegura una notable difusión de sus trabajos. En manos de estos autores han recaído los prestigiosos premios de poesía Universidad de Antioquia, Universidad Industrial de Santander, David Mejía Velilla y José Esutasio Rivera (en varias ocasiones); asimismo, han sido traducidos a varios idiomas e invitados a múltiples certámenes literarios del mundo. Esta realidad digna de exaltar, lamentablemente no es de conocimiento masivo en muchos espacios académicos y culturales del departamento. Es por eso que con el ánimo de hacer visible la labor creativa de estos tres creadores, me he propuesto leer de manera crítica un libro de cada uno de ellos, tratando de juntar su voz y mostrarla al mundo con sus singularidades y búsquedas.

Los tres libros que serán revisados en este texto son: El otro vuelo del cuervo, de Esmir Garcés (Universidad Industrial de Santander, 2010); ¿A dónde van los días transcurridos?, de Winston Morales (Universidad de la Sabana, 2016) y Todo el silencio, de Jáder Rivera (Ediciones Exilio, 2015).

Habitar dentro de una jaula

El otro vuelo del cuervo, de Esmir Garcés, nos plantea la apropiación de una figura animal como tótem que acompaña la creación de un artista. El vínculo con el cuervo a menudo ha estado presente en la historia de la literatura; desde la epopeya del Gilgamesh hasta la narrativa de Poe este animal ha gozado de numerosas adjudicaciones. 
En la poética de Garcés Quiacha el ave vuelve a posarse frente a la estancia que acoge las meditaciones del poeta, pero curiosamente, es a aquella que se le endilga el proceso creador:

En la página en blanco, el cuervo tiene su
propio mundo y no depende de la mano
del poeta.

Esmir Garcés nos habla del cuervo como un ser autónomo que tiene en la página en blanco su universo y que realiza, además, el trabajo de escritura con su propio tiempo, con su vacío interior y su gramática. Es el observador del alba, de los cánticos, y también es un fundador, un creador del día y un portador de suaves noticias.
Desde la óptica de Garcés, esa labor creadora del cuervo es una apertura a la dinámica del arte. La pasión de crear y la potencia creadora funcionan de manera aunada para propiciar una experiencia estética:

Cuervo dijo: “ilumina los ojos”, y mis pupilas se volvieron ruedas de fuego. Cuervo dijo “Ama”, y aprendí a despedirme de la muerte.

Bien sabe el cuervo que la página no se agota en sí misma, que en la siguiente se encarnan nuevos vuelos, que el poema a menudo se transforma sin olvidar la superficie de su origen. Y también sabe que el oficio de escritura es como un habitar dentro de una jaula, que hay un oficiante que insiste mientras se encierra a sí mismo. La jaula es un destino y aunque esté abierta nunca libera, ni olvida las intenciones para las que fue creada, por eso el cuervo no se resigna a habitar esa morada, él sabe que “el mundo comienza en el aire”…

La jaula permanece suspendida en el mismo lugar; hace veinticuatro horas hubo un ave dentro de ella, esto no la exime de seguirse llamando prisión.

En esta primera parte del poemario (Primer vuelo) hay unas certezas que también acompañan la lírica de Esmir Garcés: el instante es un naufragio, como también lo es el silencio; y puesto que el cuervo lo sabe, prefiere ocultar su vuelo en el invierno. El poeta cierra esta primera partida reconociendo a la piedra como madre, como ruta inicial, como albacea de nuestros secretos.

En el Segundo vuelo se presiente la proximidad del cuervo, la posibilidad de un ala o la inclinación de la sombra. Hay una relación del cuervo con los otros, para ellos se acrecienta la expectativa ante la llegada del cuervo, pero su experiencia, a diferencia de la del poeta, es de temor, de angustia. Al cuervo se le teme por su lucidez, por su claridad, por ser ese otro yo que nos desnuda, que nos transparenta. Y el cuervo que sabe adivinar el instante no duda en enrostrarnos nuestra larga noche acompañada por la muerte. En este país de la zozobra, la muerte nos habla a cada paso, se sonríe por su victoria, sobre todo en los ríos donde ha aprendido a fortalecerse.

La muerte viaja como lo hace la hoja, se infla como un globo; viaja sin pasaporte en el país de ninguna parte y duerme en la estación del musgo y de las rocas. El muerto tiene los ojos ocupados de tanta oscuridad en el abismo; pequeña muerte sin descanso.
Yo he visto esa clase de muertos por los ríos que surcan las venas por los ríos de mi infancia…

El poeta no duda en volver la mirada hacia la herida; la herida como destino que nos trae el insistente vuelo del cuervo; ese devenir que se ha instalado en el siglo, que nos recuerda que en cada paso acompañamos la agonía de algo. Por eso escoge volver a la piedra para auscultarla y buscar la luz que la acompaña en su interior; quizás ese sea el faro que nos falte para calmar “la miseria de los días”. El poeta reconoce que tiene dificultad con las palabras, no confía en ellas; son sus herramientas pero cómo pesan, cómo duelen.

Al final se hace evidente que en cada cosa han habitado los cuervos y hasta puede sentirse la soledad y la orfandad cuando ellos han partido. El cuervo está más allá de los mortales; su vuelo es invisible; lleva en sus alas la rueda de los vientos y sin ambages nos somete a su juicio luego de revelarnos su poderío mítico:

Tu no conoces la ira del cuervo. Tus faltas te serán juzgadas en el reino de las rocas. Tus huesos sanarán con el fuego.
(…)
Un buen día, el cuervo entregará sus plumas al aire y sus ojos al fuego para recobrar su condición de monje o de ermitaño de los bosques…

Volver a las antiguas preguntas


En ¿A dónde van los días transcurridos?, Winston Morales retoma ciertas preguntas antiguas y substanciales que sirven como para construir una metafísica. El eterno cuestionamiento frente al tiempo es revivido no para entender cómo funciona, sino para indagar a dónde conduce y por qué nos es tan inaprehensible; pero más allá de auscultarlo una y otra vez, lo cierto es que el tiempo sigue su paso y nos condiciona sin reservas.

¿Por qué nos es tan esquivo eso que llaman mañana?
¿Eso que asomaba detrás de las montañas como porvenir?

Ante esas inabordables preguntas, incluso desde la óptica de la más fina racionalidad, el poeta responde apegándose a la música, entendida como esa antigua fuerza aunada con el tiempo que, al final, es lo único que nos queda. Con un tono de cierta desazón, poco a poco va constatando que la impermanencia es lo cierto, que incluso las palabras se fugan sin retorno y que el tiempo visible apenas podemos atisbarlo con los ojos para confirmar que en el mismo acto se nos está yendo. Como un Sísifo moderno el poeta acepta su destino y su impotencia.

Así es el tiempo
Un copo de escarcha
Derretido en la espiral de un brasero sin luz.

Pero el poeta en sus vislumbres de lucidez, alcanza a presentir que hay otro tiempo, el de la intensidad, ese que conocen los amantes y que los lleva a consumir todo en el instante. Es ahí cuando las cosas empiezan a esclarecerse y al menos alcanzamos a ser conscientes de la caída de la hoja con toda la carga vital y estética que ese acto contiene.

Mi joven amada me abraza;
No sabe que envejece
Mientras una hoja cae sobre el césped del solar.

No es muy claro si el poeta equipara la impermanencia con la muerte. La certeza que parece acompañarlo es que la muerte es el vacío más puro y que el abismo siempre llama con tal poderío que no hay fuerza que pueda esquivarlo (¿Acaso, Dios es el mismo abismo?). Y con esa misma liviandad con que asiste al paso del tiempo, también observa cómo los “dueños del mundo” asesinan pueblos en minutos y son los que le definen el tiempo a quienes están en una condición inferior.

Todo sucede tan a prisa,
Apenas levanta uno la vista al aire
Y otro dardo es disparado
Con la mezquindad con que se dispara el atributo…

Pero no todo es desasosiego. Hacia la mitad del libro se empieza a abrir, mediada por la estética, una ventana para la esperanza. La contemplación de eso que aunque se sabe efímero, se mantiene bello y sirve como aliento, descanso e impulso. Es ahí cuando se intensifican en la lírica poderosas figuras de intensidad y fluidez: la llama, la hoja que cae, la página en blanco. Cuando todo se venía abajo, surgieron luces de lo que estaba en el olvido pero que había sabido conservarse como potencia.

Conforme la casa se fue deteriorando
La luminosidad comenzó a configurarse
En los recodos más insospechados de ella.

Ese tiempo para la esperanza, en principio, viene acompañado por un componente místico muy ligado al pensamiento sapiencial de la teología cristiana; abundan referentes simbólicos como la epifanía, las viejas sandalias, lo que Dios pone a rodar, el maíz en las manos del profeta, la parábola del sembrador, las estatuas de sal; todos ellos incrustados finamente en la memoria del poeta. Más adelante se permite explorar un misticismo más puro en el que se desprende del afuera y más bien se hermana con el todo: yo soy luz, cuerpo brillante, unidad con las estrellas, silencio es mí ser, son expresiones de combate y de triunfo que al final se imponen:

Yo soy
En la medida que existo
No importa que otros duden de eso;
Yo me sé
Y ocupo un lugar en el espacio,
Fuera del tiempo,
(…)
Yo soy
En la medida que brillo;

Al final, frente a las tres fuerzas que doblegan al poeta en todo el poemario (tiempo, guerra y muerte) la apuesta que decide hacer Winston Morales es por continuar siendo fiel a la letra, lo único que le queda. La hoja en blanco es la vida y sobre ella se posan las palabras, poderosas como un océano. Entiende que la muerte también es una búsqueda, una espera, una compañera del poema y una guía del poeta; y que es la escritura la que viene en búsqueda del poeta, que él apenas debe aguardar en silencio mientras ella lo posee…

Desde antes de nacer en la escritura
La gran desconocida ya era el libro
Que abro desde que tengo corazón.

Imágenes de la materia

Resulta muy apropiado para revivir la indagación estética de Gastón Bachelard sobre la ensoñación material, el recorrer los poemas de Jáder Rivera, publicados en la revista Exilio No. 26, bajo el título, Todo el silencio. En efecto, esta selección de poemas nos acerca a una poética de los elementos, que hace volver la mirada hacia las imágenes de la materia para que de nuevo la ensoñación poética adquiera perspectiva creadora. Aquellos componentes que circulan fluidamente en los poemas de Jáder, nos piden ser imaginados en profundidad, en la intimidad de la sustancia y la fuerza.  

Allí lo haremos mientras el viento barre las nubes pesadas
y cae a tus pies uno que otro lucero.
Allí lo haremos en la vastedad de las noches profundas
que mueven portentosos oleajes de hojas.
Allí lo haremos junto a los húmedos bosques;
lo haremos después de la lluvia,
aquí mismo sobre estos húmedos helechos;
lo haremos aquí o allá,
en esa ciudad lejana que hierve en la noche,
en una alcoba cuya ventana dé al cielo.

Y aunque lo elemental haya sido distanciado por aquellos léxicos pomposos que priorizan la "profundidad" de las formas y de las palabras enmarañadas, la poesía de Jáder Rivera vuelve en cada hendidura del tiempo para recordarnos con su andar sigiloso sobre los bordes, que la superficie es el camino más expedito hacia la verdadera profundidad. Pensar lo elemental nos lleva a recuperar esa mirada ancestral donde la imaginación se hace poética y los elmentos materiales revelan su potencia en el ensueño.

Soy donde el agua del río es turbia
y el día chorrea de las láminas verdes.
Huele el aire y la tierra a papaya madura
picada por las aves.

Por la noche la niebla me cobija los pies
para que no me entre la muerte.
Y en la mañana tengo un sol por cabecera.

De nuevo sale al paso la conciencia de la imaginación imaginante y nos propone una reapertura psíquica, incluso hacia la voluntad de lo irreal: esa potencia del sueño que dinamiza la vigilia y que viene en la sorpresa de la imagen literaria.

El viento despeina los largos cabellos del sueño
y nos sueña en la región donde somos más  que susceptibles
y nos acomoda a su modo en un bosque,
entre cedros y hojas de plátano;
entre cafetales que gimen bajo el peso de su cuerpo;

Bordear la intimidad de la materia (el espacio afectivo que habita en su interior) nos aproxima a su levedad, a la conciencia de su instantaneidad que funciona con la misma intensidad en la acción y en el repliegue. Dice el poeta:  

Si se cae, en el bosque,
una sola hoja suelta de tristeza y espanto,
una hoja sola en el viento,
y la escucho,
la escucho desde el fondo del alma caer…

Hay, pues, una resistencia en la palabra de Jáder, como la resistencia de la tierra que se niega al despojo del tiempo horizontal, como el ensueño de la voluntad y del reposo. Y hay una confianza, una apuesta por la transparencia que sólo da el silencio, el despojo de sí para volver en el tiempo de los elementos imperecederos: 

Señor Dios,
vacíame de mí
y lléname todo de ave,
                                                                de tierra,                          
de viento,
de cielo.

Sin dudarlo, ante la obra de Rivera Monje me permito afirmar que se trata de una poética esencial, más que necesaria en estos tiempos de abandono. A su voz poética la anima la convicción de que al otro lado de la palabra también está el silencio, ese esquivo borde que aguarda las manos libres, el golpeteo incesante de las alas y ante el que un día nos quitaremos todas las máscaras.

Al recorrer la obra de estos tres creadores nacidos en el departamento del Huila, me queda la convicción de que la literatura sigue siendo una tribuna inigualable para propiciar el encuentro, el aprendizaje, la amistad y el goce estético; y que su promoción a nivel local es más que necesaria para que entre todos nos pensemos una nueva sociedad más alegre, digna, estimulante y en la que podamos hacer valer nuestra voz sin temores y angustias. 


Bibliografía

-Bachelard, Gastón, La poética de la ensoñación, Fondo de Cultura Económica – Colombia, Bogotá, 1993

-Garcés Quiacha, Esmir, El otro vuelo del cuervo, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, 2010.

-Morales Chavarro, Winston, ¿A dónde van los días transcurridos?, Universidad de la Sabana, Bogotá, 2016.

-Rivera Monje, Jáder, Todo el silencio, Revista de poesía No. 26 – Ediciones Exilio, Bogotá, 2015.

Imágenes tomadas de la circulación libre en la red

lunes, 31 de julio de 2017

Comentario sobre Pensar es no pensar lo mismo


Les compartimos el texto que escribió sobre Pensar es no pensar lo mismo, el poeta, ensayista y narrador, Juan G. Ramírez.

“No tener nada que decir no es motivo para callarse”, se dice con cierta ironía. Yo, que cumplo a cabalidad con ese dicho, quiero hablar para contribuir al debate y a la confusión. El  hombre, en especial el escritor, quiere reconocerse único, irrepetible, capaz de emocionar e impresionar al mismo tiempo, mientras transita por ideas propias. Pero esa posibilidad no está al alcance de todos: hay que leer, escribir, reescribir, para retomar los argumentos cada vez menos defectuosos. Omar Ardila parece haber recorrido con satisfacción ese camino. Escribió un libro que, aunque a veces peca en referencias y lenguaje especializado, tiene una visión cautivante. En realidad, nos ofrece un argumento y una cuerda para que descendamos hasta las profundidades del hombre, y descubramos esa inexplorada región donde se originan los miedos, la libertad y el castigo. Nos deja claro que todo pensamiento nuevo es lateral, y al llegar a él debemos abandonarlo con prontitud. Cuando se pasa demasiado en la orilla, la orilla se convierte en un nuevo sistema. Y nosotros nacimos para desafiar la ley de los abismos, para merodear entre las estrellas, para descifrar al hombre que se levanta y cae en un patio vacío, mientras cava pozos con rojos alcoholes, con muecas y preguntas, y se fatiga tras una verdad que desde niño guardó en los bolsillos. Tal vez seamos máquinas, por qué no, pero máquinas danzantes que aún participan del erotismo y la culpa.
La batalla, evidentemente, Omar Ardila la sitúa en la psique. El niño comienza a ser estandarizado por medio de la educación, el consumo, la religión, la ley, hasta que asume una libertad controlada y olvida la verdadera Libertad: la del hombre que se piensa a sí mismo. Sin embargo, cuando hablamos del hombre, hay que tener cuidado: en cuanto uno se descuida las contradicciones le saltan a la cara. Ya Martin Buber había escrito: “ni el individualismo, ni el colectivismo son soluciones humanas: el primero no ve a la sociedad y el segundo se niega a ver al hombre”. Ya sé que Omar Ardila propone una comunicación entre seres libres, pero qué hacer cuando, como lo propuso Eric Fromm, el hombre tiene miedo a la libertad, o al menos la entiende de otro modo. Muchos pueblos en Mesoamérica, si no me equivoco, jamás entendieron el individualismo; eran seres gregarios no sólo en sus acciones sino en sus emociones, creencias y pensamientos. O como el filósofo Scheleiermacher que daba gracias por vivir en una comunidad que lo proveía de una costumbre y una moral que le evitaban convertirse en esa cosa vana que es el “hombre individual”. Y aunque la psique haya sido modelada en la niñez, según pude colegir del pensamiento de Omar Ardila, deja rendijas por las cuales podemos deslizar algunas preguntas: ¿Se puede ser libre sin convertirse en un “extranjero” en la humanidad? ¿Es, acaso, la libertad una cosa indescifrable? ¿O es apenas un acto de la conciencia, y un hombre puede ser libre aunque repita los mismos movimientos y gestos de todos los hombres? ¿Por qué no ha de ser la libertad el derecho a ser conducido, sometido y engañado? ¿Es el hombre “libre” una rueda que se salió del eje y no permite que la humanidad llegue a tiempo al abismo? ¿Se puede ser un sujeto individual sin caer en el aislamiento? ¿Podemos ir con el grupo sin ser dependientes de él? ¿Hemos alienado a la humanidad para tener algo que escribir de ella? ¿Es la libertad llegar a ser uno con Dios, como lo proponen algunas religiones? ¿Somos llevados por una fuerza superior? ¿Por un instinto social? ¿Es, entonces, la humanidad una masa inconsciente y salvaje que no puede ser modelada? ¿Es el individualismo la enfermedad de nuestro siglo? El filósofo Estanislao Zuleta escribió acertadamente: “Dostoyesvki entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan las angustias de la razón”. En todo caso podemos concluir que, en el tumulto de los hombres, esperamos a que Dios subraye nuestra cara. ¡Que el instinto nos guíe hacia la libertad o al desbarrancadero, ya que la razón sólo ofrece sombras y falsas conclusiones!
La verdadera libertad se halla en el anarquismo, según pude entender. Un hombre que crea su “yo” con ayuda del arte, la ciencia y el libre pensamiento. Pero, ¿es, acaso, el anarquismo una cuerda lo suficientemente fuerte para sostener la libertad del hombre? ¿O es apenas una rama que se alejó del tronco para caer por su propio peso? ¿Acaso una gota que salpicó del río, y no un hombre que se apartó para ver pasar a la multitud arrastrada por una fuerza gravitatoria? Y, tal vez, solitarios queremos fraguar una teoría de la libertad, cuando sólo anhelamos regresar al cauce para marchar con el grupo. Es posible.
Omar Ardila también escribió: “Repensar la filosofía como un sistema abierto no para fundar ni para crear universales o ir tras supuestas esencias o fundamentos; ni tampoco para buscar la trascendencia, sino con miras a inventar nuevas posibilidades de vida”. Existen, en el parque de las ideas, dos modelos de pensamiento: uno, el de Dostoiesvki, que nos invita a ir de abismo en abismo. Dice “Cualquier causa primaria arrastra consigo otra, aún más primaria que la anterior, y así sucesivamente hasta el infinito”. El otro, el de los absolutos platónicos: una especie de pared donde ponemos límites al pensamiento cuando no se quiere, o no se puede, ir más allá. ¿Cuál de esas visiones es la correcta? El hombre tiene derecho a engañarse como mejor le convenga, a crear su propio sistema para enfrentar y orientar la oscuridad de la vida: a través de la religión, de la política, del arte, y a poner o no límites a su pensamiento. Yo, que siempre he creído en una “fe individual” como lo propuso Kierkegaard, tambien creo en “absolutos individuales”, modelos de pensamiento en los que uno se apoya cuando se cansa de flotar, pero también sé que ese modelo de pensamiento tiene validez únicamente para quien lo articula, como un castillo que, por más que se amplíe, sólo permite la entrada a quien lo construye. Comparto también cuando Omar Ardila escribe: “Deleuze establece otra imagen del pensamiento en la que el concepto se mueve a partir de preguntas y sin temerle a las paradojas”. Es evidente que nadie tiene un pensamiento lineal, ni va hilvanando argumentos, como se pegan peldaños, hasta llegar a una terraza perfecta. Las ideas son curvas, giros, pasos hacia atrás. El hombre, por fortuna, es contradicción: todos los sistemas de pensamiento que intentan explicarlo son falsos, todos los modelos de pensamiento son válidos. En la paradoja se halla el verdadero hombre. En medio del desvarío, la confusión y el afán, sólo es libre aquel que puede alumbrar los caminos con la palma de su mano.
Omar Ardila, en todo caso, nos presenta un libro arriesgado y sorprendente: un estímulo genuino para el pensamiento. No es un libro de respuestas, sino un libro donde se pasean a su antojo las preguntas. Nos habla del miedo y del control a través del miedo, de los medios al servicio del control, de la filosofía zombi: “El capital ve en el transgresor zombi un antisistema, una manada que se abalanza peligrosamente sobre sus seguridades”, nos narra las técnicas de represión por medio de la disciplina y propone el anarquismo como una forma de resistencia: “Conocer la autoridad moral de quien tiene más experiencia, la cual se irá desconociendo al fortalecer la autonomía”, “El potencial anarquista reside, precisamente, en que no sufre la acción limitante de una doctrina”, nos habla de esquizoanálisis y capitalismo: “La sociedad capitalista produce esquizos como produce cualquier otro producto”, y define al esquizofrénico como “un productor universal que se identifica con su producto”, también nos cuenta de la máquina esquizofrénica que “produce, no metáforas ni fantasmas como en el psicoanálisis, sino realidad”, y luego nos habla de las máquinas deseantes: “desear es producir”, nos dice, y por último nos presenta el rizoma como un pensamiento lateral o de superficie, “el rizoma es expresión total de movimientos”, para terminar con estos versos lapidarios del poeta Adonis:
Yo prefiero quedar en la penumbra;
quedarme en el secreto de las cosas.
En fin, creo en todo caso haber entendido mal el libro de Omar Ardila, salvo el título: Pensar es no pensar lo mismo. Y yo lo intenté.



Juan G Ramírez 



Juan G Ramírez (Saravena-Arauca, 1979), poeta, ensayista y narrador. Ha escrito los libros Estadios y Zenón inmóvil, donde la imagen poética y el quehacer filosófico se mezclan creando una nueva posibilidad para el arte de nuestro tiempo. Actualmente trabaja en la redacción del libro Teoría y práctica del homicidio. Su obra aún permanece inédita.

sábado, 1 de julio de 2017

Poco más que la distancia


El día entero se nos revela desde su título como una totalidad en la que habita un afán por hacer pronto el mayor acopio, por instalar una gran fortaleza que ayude a enfrentar la catástrofe que se aproxima. El autor sabe que el tiempo es corto, que la esquiva pero certera muerte se ha hecho presencia dominante y que solo la palabra puede tejer una gran manta para ahuyentar la orfandad. “La urgencia es que nos alcance”, advierte con vehemencia desde el inicio, y en efecto, esa complicidad con lo que se nombra va teniendo su fruto: la muerte, entonces, se vuelve memoria viva y también espíritu viajero (esa gran herencia que Santiago López ha asumido como elemento primigenio), pues ha hecho el tránsito que le correspondía y ha dejado certezas exentas de metafísica: “Morir es como estar sentado al sol / Por largo rato”; es reencuentro con los elementos, esos que el poeta evoca a cada paso: “Agua tu voz”; “Es esta tierra lo que te pertenece”; “Esa semilla en que devino el viento”; “Piedra, ola, madre”.  

En el poemario de Santiago López también hay una ensoñación de lo material, que sabe reconocer la maternidad de los elementos y la cercanía con ellos. No pierde de vista que hacemos parte de una memoria mineral, que las abuelas piedras han visto cómo el primer hombre fue hecho “de agua y polvo y sol y anhelo”. Y esa vivencia tan profunda le permite conectar con el Pensamiento Ancestral Andino en el que la montaña es nacimiento de río, que guarda los rumores que va trayendo el viento. En la memoria ancestral que somos, no fluyen la dispersión ni la confrontación hasta la muerte; está habitada por múltiples elementos integrados:

Que la luz te reviente el recuerdo
La voz se te llene de ríos
Porque tienes una laguna en el pecho
(…)
Que sean flores las que te nublen la vista
Pájaros los que te enreden el pelo…
Y sea un amor de viento el que eche a andar tus palabras por el mundo
(…)
Que la mañana se te llene de estrellas
Y despiertes llorando cuando la vida te inunde.

Pero aunque esta visión integradora le provea un tono apaciguador al libro, el poeta no olvida que “el incendio es perpetuo”, que hay un nacimiento y un antes y una pregunta siempre sin resolver; que unos nacen más temprano y otros mueren más temprano de lo que les correspondía: ¿Dónde habita, entonces, la certeza? Con esta voz apenas alcanzamos a vislumbrar de soslayo que los días no bastan y que “las palabras no alcanzan”, y sin embargo, hay una apuesta por permanecer de pie, jugándole a todo, esquivando todo, enraizándose en cada giro o quizás, estableciendo nuevas sintaxis o aferrándose a estructuras no convencionales del lenguaje escrito:

Asemillándome mucho y acaso canto
Callo
//
Este surgir bejuco hacia la luz desde nosotros
//
Y este despertar volver a viejas nieblas

No en vano, el poemario acoge a menudo la sucesión de dos verbos en el mismo verso con su ritmo en infinitivo, el que sin duda nos lleva a otro ritmo, quizás el del fuego, el del universo rural desde el despertar hasta el sueño, el de la urgencia o el de los ausentes. En ese diálogo con la futura ausente, de la que ya se presiente la partida, se le demanda una opción por la vida plena: ¡hasta el último momento sin claudicaciones!

Ríe pues hasta tu última costilla
Tu más íntimo cansancio y desaliento

En adelante se sentirá el dolor mas no la nostalgia. El poeta ha aprendido que la muerte es como una urgencia a la que hay que distanciar, por eso persigue sin ambages “acaso poco más que la distancia”.

“Solo quiero que la vida me alcance”, vuelve a gritar la voz con vehemencia, aunque en muchos casos, con el tono suave de los diminutivos. Y es que ¿quién no ha experimentado esos “días que parecen haber nacido muertos?”. Hay tantos adioses que no se han dicho, tanta esquiva tarde en que no hemos podido odiar como Dios manda. Queremos que la vida nos alcance, pero ¿para qué? El día entero vuelve, de nuevo, como una revelación:

No se quiere morir y sin embargo la distancia.
No se busca la ausencia y entonces la partida.
Así, sin más, como una nube desflorada por la lluvia.


Omar Ardila 2017